EL LUGAR DE LA ÉTICA PROFESIONAL
EN LA FORMACIÓN UNIVERSITARIA

En los últimos años, después de un periodo de objetivismo o neutralidad
que pretendía romper con el adoctrinamiento ideológico de otros
momentos, se está resaltando la naturaleza intrínsecamente moral de la
educación.1
La formación para el ejercicio profesional –por más que quisiera
refugiarse en la transmisión de la información objetiva– es, por naturaleza,
una actividad moral; en el sentido de no ser sólo un ejercicio
técnico, sino una práctica donde los aspectos cognoscitivos, morales y
habilidades prácticas se fusionan ineludiblemente. Frente a este refugio
en la especialidad disciplinar para el ejercicio profesional, cabe pensar
que la ampliación de dicha profesionalidad exige entrar en aquellas dimensiones
valorativas y actitudinales que puedan promover una educación
acorde con las demandas actuales. Esto fundamenta incluir en el currículum
de la formación universitaria una formación ética (Davis, 1998; Pérez Herranz,
2003). Arrastramos, sin embargo, por algunos de los referidos prejuicios,
un grave déficit en la formación moral y ética para el ejercicio profesional
de los egresados universitarios.
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